Frente a una singular existencia que siempre está en tensión en un territorio como el nuestro, no hay otra opción que hacerse cargo de un proceso que podríamos calificar como de fusión de horizontes.
No creo que exista alguien que ponga en duda el hecho que somos personas de memoria, los antecedentes personales como comunitarios son pruebas irrefutables. Este factor existencial de la memoria ha dado vida a ensayos e investigaciones que intentan explicarlo, siendo Paul Ricoeur en su libro Memoría, la historia, el olvido (2010) un referente. Su obra nos ayuda a entender que vivimos inmersos en hechos de memoria, situación que nos califica como seres con historia, por tanto, plenos de tradiciones al punto de reconocer que de ella provienen los artículos con los cuales nos agenciamos la existencia; esto implica que a la hora de interpretar la realidad vital, lo hacemos sumergiéndonos en una tradición que ofrece el canon que da validez precisamente a la interpretación sobre hechos, cosas y circunstancias, perspectiva que Ortega y Gasset ya lo canoniza en Las Meditaciones del Quijote. En lo concreto: el hecho fáctico de juzgar algo como válido o con cierto nivel de plausibilidad se amarra a un dato reconocido en la historia común como algo que da certeza.
Por su juicio y por su práctica, este canon alcanza su actualización y, al mismo tiempo, quien realiza el juego de interpretar no solo construye una narración sobre su propia existencia, además se valoriza por identidad con la tradición gracias al ejercicio de la memoria. En el fondo, cumplimos a diario la tarea de poner en acción tradiciones que caracterizan formas culturales específicas. Puesta ahí la sensibilidad interpretativa, la experiencia se encarga de mostrar axiológicamente los hechos, significando con ello que nos conducimos construyendo la existencia interpretando la realidad para (re)construirla significándola como aquel espacio habitable que no desecha historias personales ni comunes, simplemente las incluye como referencias para evitarlas o, en ciertos casos, intentar reproducirlas bajo un carácter de pretendida novedad. De suyo, es por esta circunstancia que podemos hablar de humanidad o comunidad humana.
Por cierto, este planteo acepta que cada cultura tiene orientación jurídica; lo cual implica que cualquier redacción que demos a la intención de fundar una ley fundamental, obliga a considerar que la intención fundacional se construye en base a un antecedente o referencia experiencial conquistada en una historia comunitaria; historia útil a la hora de significar los procesos de elaboración de pactos, vale decir: para justificarlos y además legitimarlos. Este proceso ocurre mediante articulaciones racionales que, siguiendo patrones lógicos, da por resultado un constructo en el cual se articulan distintas ópticas de bien social que, no en pocas ocasiones, se confunde con bien individual a causa que hay acciones de presión que tergiversan los mecanismo de acuerdo por imposición de una perspectiva exiliando no pocas veces a las mayorías sociales de los acuerdos. El efecto es la contaminación de espacios de búsqueda común. Por ello no sorprende que a veces la idea de bien social, la idea bien común, sea resultado de la presión ejercida por posiciones de poder y privilegio que se fundamentan en actos de memoria.
Puestos en el día de hoy y de mañana, ya instalados en este juego de interpretación en orden a dar vida a un nuevo marco constitucional, necesariamente se tensiona la condición de lo posible de acordar; posibilidad que debería responder a un acto específico de humanización que obligue a deliberar sobre los medios más adecuados para el fin pretendido, esto es: un nuevo pacto social que tenga como motivo principios que la DDHH reconoce y exige cumplir.
Planteado el fondo, entonces ¿cómo acordar algo en común desde el dialogo ciudadano, de uno que reúna la condición de ser racional, pero que no desecha los afectos, sentimientos, culpas y responsabilidades en la historia de injusticia, pero también en campos en donde la justicia si se reconoce presente? Sabido que el diálogo constituyente es algo inédito. Por cierto, lo plausible del diálogo es evidente al menos en proyecto; situación que lleva a poner especial atención a lo que interesa como comunidad y como personas. Pero no siempre sucede aquello; a veces el habitad es ajeno a lo pretendido como lugar de acogida. Esta circunstancia habla de la existencia de realidades deshumanizadoras que golpean exigiendo a la conciencia respuestas.
Más allá de la eventualidad de lo negativo descubierto en un ambiente marcado por sesgos de intolerancia que trazan el paisaje cotidiano, creo que persiste la intención de realizar obras que legitiman actos que de ahí adquieren su legitimidad y justicia —la intolerancia esta de hecho; la intolerancia es de suyo innegable, copa el dialogo socio político, incluso en ocasiones se viste de pretendido humor que la pantalla trata de instalar al ironizar incluso sobre el dolor humano a causa del atropello a la dignidad de la persona—.
Probable entender que el marco constitucional no sea la respuesta final esperada, sino más un medio o punto de orientación no solo respecto de lo que interpretamos de la realidad, sino además —y quizá aquí radique la riqueza de la discusión que tenemos que tener como sociedad— el factor que mueve la voluntad creadora. En este campo entran los juegos de creencia, ya que en ellos hallamos el enganche vital que se traduce efectivamente en una comunidad, vale decir: realidad de base conformada por condiciones materiales y espirituales comunes que ya tienen tiempo enraizadas.
Cierto que la comprensión de la creencia, previo eso si su aprendizaje, precisa de depuraciones, tracciones, discusiones en sentido claro que logran sostener lo que con el tiempo será aquello que construye nuestras justificaciones, aquel querido campo de legitimidad. En principio la interpretación del juego de creencias, claramente traducida en cosmovisiones particulares, y que no necesariamente —entiendo— es una en un territorio, sino varias conviviendo ahí, no son apreciadas por la razón sino más por los sentimientos, por tanto, tensionan los sentidos. No escapamos de aquella derivación de los sentidos. De suyo, ocurre un ir y venir de estos que nos hace estar siempre resignificando el pasado, obviando con ello el olvido, manteniendo la memoria viva; en palabras sencillas: estamos siempre buscando la sintonía entre aquello y lo mío y en distinguir entre lo semejante y lo diferente en un territorio que, a pesar de algunas negaciones, existe en pugna ya que se confrontan modos de nación, formas de poder, Estado, orientaciones, etc.
Frente a una singular existencia que siempre está en tensión en un territorio como el nuestro, no hay otra opción que hacerse cargo de un proceso que podríamos calificar como de fusión de horizontes. Ahí, para muchos y muchas se encuentra la explicación que su propio acontecer es uno en busca de sentido, pues reflota a cada momento que se pone cuestión la vida misma.
Se trata, en fin, de comprender que el acontecimiento que viviremos —mi excusa: vivimos— traduce una existencia, traduce un trasfondo psicológico ineludible que surge del deseo de un colectivo que muchas veces ha sido anulado, ocultado de manera arbitraria. Lo anterior se explica desde las relaciones de poder que han venido operando desde las dimensiones políticas, económicas y sociales, y que defienden intenciones de querer tapar las demandas anidadas en la memoria colectiva de los hijos e hijas de la desfortuna, creando realidades que se alejan de las verdades latentes, creando mantos que obstaculizan la mirada y tornan demasiado complejo tener una clara mirada a los acontecimientos.
Dr. Rodrigo Pulgar Castro